Así es también la palabra que sale de mi boca: No volverá a mí vacía, sino que hará lo que yo deseo y cumplirá con mis propósitos.

Isaías 55, 11



El abad de un convento preguntó cierta vez a uno de los sirvientes por qué no asistía con mayor frecuencia a los sermones. Y le respondió el sirviente que era por la flaqueza de su memoria. Por muchas predicaciones que oyera, no retenía ni una palabra, ni un concepto. Por lo cual estaba convencido que de nada le valía tomarse aquel trabajo.

 

Quiso el azar que allí cerca se encontrara un cesto viejo y casi desfondado, más sucio que limpio. El abad dijo entonces al olvidadizo sirviente:

 

 

—Toma este cesto y carga agua con él, hasta que esté limpio del todo.

 

 

Obedeció el sirviente y al poco rato traía el cesto más lucido que un sol. El abad, con muy buenas palabras, sacaba de este hecho una provechosa enseñanza:

 

 

—Como tú has visto muy bien, este cesto no retiene el agua. Toda ella se escurre por los intersticios de los mimbres, y con mayor razón por lo muy viejo que está. A pesar de todo, mira cómo ha quedado de limpio. Cosa parecida a ésta acontece con tu alma. Ella no retiene nada de lo que te dicen en el sermón, pero no obstante quedas limpio de la inmundicia del pecado. No creas que el oír la palabra de Dios pueda ser en vano. Pues siempre nos reportará preciosísimo provecho.


(cfr. F. Spirago IV, 2. ed. núm. 1627)