Un rasgo sobresaliente de estas apariciones [de
Fátima], característico sólo de este único santuario, es la aparición en 1916
del Ángel Guardián de Portugal, que precedió a las apariciones de María. El
glorioso Arcángel se apareció tres veces en tres lugares diferentes a niños
escogidos que estaban destinados a ver a la Virgen. Les enseñó a orar y a
santificarse y les aseguró que Jesús y María tenían tareas especiales para
ellos. De esta manera preparó a los niños para la venida de la Santa Madre de
Dios al año siguiente, 1917. Aquí hay un relato detallado de estas
apariciones angelicales.
Paul O'Sullivan OP
Videntes de Fátima ven por primera vez al Ángel de la Paz
Así pasó la primavera y llegó
el verano. Pero nada notable ocurrió hasta un día transparente y cálido en que
se encontraron, según su costumbre, y guiaron lentamente sus rebaños hacia un
sitio conocido por “Couza Velha”, un poco al oeste de Aljustrel. Durante algún
tiempo las ovejas pastaron en la hierba reciente de un campo que pertenecía al
padre de Lucía, mientras los niños se entretenían jugando en las proximidades.
Estaban aún entretenidos, mediada la mañana, cuando el cielo se oscureció de
pronto y se presentó una niebla espesa arrastrada por una de esas brisas frías
procedentes del océano invisible al Noroeste. Se acordaron entonces de la
semicueva del “Cabeço”, cerca de la crestería rocosa de la ladera en que
pastaban las ovejas, y lo más rápidamente posible treparon por la pendiente,
hasta que, agrupándose tranquilamente al cobijo de algunos árboles, decidieron
refugiarse en la cavidad situada en la cornisa sur de la colina.
No es en propiedad una cueva, pues sólo un pequeño
trozo de la misma está cubierta. Sin embargo, tiene suficiente inclinación esta
gran roca que se levanta desde el pequeño hueco para proteger contra cualquier
lluvia ligera o golpe fuerte de viento procedente del Norte o Noroeste. De
todos modos era lo mejor que podía encontrarse, y los tres continuaron allí sus
juegos tan alegremente como antes. Transcurrido un rato, sintieron hambre y
comieron su almuerzo. Después se arrodillaron y rezaron el Rosario. Lucía no
recuerda si llegaron a rezarlo del todo o meramente lo abreviaron limitándose
al “Dios te salve, María” y al “Padre nuestro”. Recuerda, no obstante, que
cuando acabaron la lluvia cesó tan repentinamente como había empezado y de
nuevo brilló el sol, en todo su esplendor, en un cielo sereno. Ella y los otros
comenzaron a lanzar piedras al valle de abajo.
Llevaban sólo pocos minutos disfrutando de este deporte cuando, sin indicio
previo alguno, comenzó a soplar un fuerte viento a través de las copas de los
pinos, que se agitaron y susurraron como nunca en otras ocasiones. Sorprendidos
por esto, los tres dejaron de arrojar piedras y miraron a su alrededor para
averiguar la causa. Entonces vieron una luz a lo lejos por encima de los
árboles. Se movía sobre el valle de Este a Oeste y venía hacia ellos. Y aunque
la iluminación en sí no se parecía a nada de lo que hasta entonces habían
visto. Lucía reconoció en ella la extraña blancura de aquel “alguien envuelto
en una sábana” que había percibido el año anterior con las otras tres niñas.
Parecía estar enteramente constituido por un resplandor más blanco que la
nieve, y esta vez se aproximó tanto, que cuando se encontró precisamente sobre
una roca en la entrada de la “cueva” se hizo perceptible bajo la forma de “un
joven transparente” de unos catorce a quince años de edad, “más brillante que
un cristal atravesado por las rayos del sol —tal como lo describe Lucía— o como
nieve que el sol atraviesa hasta hacerse cristalina”. Y entonces pudieron ver
que tenía facciones como las de un ser humano y que era de una belleza
indescriptible.
Estupefactos, sin poder hablar, permanecieron inmóviles contemplándole.
—No asustaros —les dijo—. Soy el Ángel de la Paz. Rezad conmigo. Y
arrodillándose en el suelo se postró hasta tocar éste con su frente, diciendo:
—¡Dios mío, creo, adoro, espero y Te amo! ¡Te pido perdón para aquellos que no
creen, no adoran, no esperan y no Te aman!
Tres veces repitió las mismas palabras, mientras los niños, inconscientemente
al parecer, las repetían con él. Después, levantándose, dijo:
—Rezad así. Los corazones de Jesús y María están atentos a la voz de vuestras
súplicas.
Y con esto desapareció, como si se hubiese disuelto en la luz solar. Los niños
permanecieron arrodillados durante mucho tiempo, bajo la influencia quizá de
algún estado de éxtasis sobrenatural o suspensión de facultades corporales,
tales como muchos santos han descrito.
—Fue una impresión tan fuerte —escribió Lucía—, que casi no nos dimos cuenta de
nuestra propia existencia durante un largo espacio de tiempo.
Estuvieron diciendo la oración del Ángel una y otra vez. No había el temor de
olvidarla, ya que las palabras habían quedado impresas indeleblemente en sus
mentes, pero parecía que era lo único que tenían que hacer.
—¡Dios mío, creo, adoro, espero y Te amo! ¡Te pido perdón para aquellos que no
creen, no adoran, no esperan y no Te aman!
Lucía y Jacinta seguían de rodillas, repitiendo estas palabras, cuando oyeron
la voz de Francisco, que decía:
—No puedo continuar así tanto tiempo como vosotras; me duele tanto la espalda,
que ya no puedo aguantar más.
Había abandonado la posición de rodillas y se había sentado, exhausto, sobre el
terreno. Todos ellos, en realidad, se sentían débiles y aturdidos. Gradualmente
se repusieron y comenzaron a reunir sus ovejas dispersas, pues el día estaba
muy avanzado y era ya casi hora de cenar. Ninguno de ellos sintió ganas de
hablar en el camino hacia Aljustrel.
Antes de separarse, Lucía advirtió a los otros que no dijesen nada de lo que
habían visto y oído. Ni en la actualidad se explica por qué obró así en aquella
ocasión.
—Parecía natural hacerlo —me contó—. En todo ello había algo sumamente íntimo.
Se trataba de algo de lo que uno no podía hablar.
LO MISMO
BREVÍSIMAMENTE
Ángel de la Paz llama a los videntes de Fátima a Oración
La mayor de los tres niños a los que se apareció la
Virgen, Sor Lucía, cuenta con su sencillez cómo el Ángel de la Guarda de
Portugal se apareció tres veces a ella y a sus primos Jacinta y Francisco.
Lucía no recuerda las fechas exactas de estas apariciones porque, según dice:
—En aquella época yo no contaba ni los años, ni las
semanas, ni los días.
En aquella época ella era una muchacha de campo sin
educación.
«Fue en la primavera de 1916, cuando Jacinta,
Francisco y yo estábamos pastando ovejas en un lugar llamado Couza Velha. Era
de mañana, mitad lluvia, mitad niebla, así que buscamos una grieta en la roca
para escondernos allí con nuestras ovejas. En medio de un olivar encontramos
una cueva en la que entramos por primera vez en nuestras vidas. Aunque había
dejado de llover, nos sentamos escondidos un rato, comimos allí y rezamos el
Rosario. Luego empezamos a jugar con piedras.
De repente, a pesar del hermoso clima, un fuerte
viento movió las ramas de los árboles. Curiosos, miramos fuera de la cueva.
Por encima de los árboles vimos una luz blanca como la
nieve, con la forma de un joven que brillaba como un cristal bañado por el sol.
A medida que se acercaba, pudimos distinguir sus rasgos. Nos quedamos en
silencio, asombrados y exultantes.
Acercándose a nosotros, dijo:
—¡No tengan miedo! Yo soy el Ángel de la Paz. Oren
conmigo.
Se arrodilló e inclinó la cabeza. Y nosotros, empujados
por una fuerza sobrenatural, hicimos lo mismo y repetimos tras él las palabras:
—Dios mío, yo creo, adoro, espero y Te amo. Te pido
perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no Te aman.
El ángel repitió estas palabras tres veces, luego se
levantó y dijo:
—Oren así. Los corazones de Jesús y de María escuchan
la voz de sus oraciones.
Luego desapareció.
Estábamos rodeados de una atmósfera tan intensa y
sobrenatural que nos costaba darnos cuenta de nuestra propia existencia. Permanecimos
en la actitud en que nos había dejado el Ángel, repitiendo continuamente la
misma oración.
Sentimos la presencia de Dios tan poderosa y
profundamente que ni siquiera nos atrevimos a hablar de ello entre nosotros. Al
día siguiente seguíamos sintiendo ese estado de ánimo, el que se disipaba muy
lentamente. En cuanto a la revelación en sí, no teníamos intención de hablar de
ello, pero tampoco nos comprometimos a mantener el secreto. La propia
revelación parecía imponer el silencio; no mencionamos ni una palabra sobre él.
Quizás por eso nos causó una impresión tan profunda,
porque nos ocurrió por primera vez».